martes, 14 de diciembre de 2010

Corazón de león


No es momento de hablar de peleas y discusiones. Las hubo, claro, como en cualquier relación intensa y de muchos años. Me interesa contarles que cuando cumplí treinta Martín me hizo un regalo que me dejó mudo. Decidió darme los cuadernos que usaba como Diarios. Desde chico tenía la manía de escribir cuanto le pasaba, especialmente mientras estaba de viaje. Era común verlo en la oscuridad de las salas de cine sacando su cuaderno de la mochila y apoyándolo sobre sus piernas para escribir alguna frase en la penumbra, sin despegar los ojos de la pantalla.
La mayoría de las situaciones en las que Martín tenía un gesto fuera de lo común, las llevaba adelante casi inmutable, como si se tratara de acciones corrientes. Y no por arisco, siempre fue un pibe bastante efusivo (“abrazable”, como le gusta decir a un amigo en común). Ese día me dijo de subir a mi habitación y me dejó una caja de zapatos con los cuadernos adentro. “Seguro que vas a saber qué hacer con esto” fue todo lo que me dijo, antes de bajar y seguir con la fiesta. En varios momentos me dieron ganas de escaparme a mi cuarto para leerlos, pero me contuve. A fin de cuentas era mi propio cumpleaños.
A la mañana siguiente, antes de limpiar el desmadre, me senté y la abrí. Era una caja de zapatillas Reebok azul, grande como los pies de Martín, y los cuadernos estaban prolijamente ordenados por fecha. Dudé de qué manera empezar la lectura. Cronológicamente me parecía aburrido, demasiado lineal, y seguro iba a caer en el vicio de contrastar mis recuerdos con sus relatos. Elegí el azar, y agarré uno verde de tapa dura. Lo abrí por la mitad y encontré un relato con la transcripción de unos mensajes de texto.

Acabo de salir del cine y estoy en el 12 volviendo para San Cristóbal. Llueve. Tengo la cabeza seca pero los pies empapados, me entró agua por las zapatillas. La peli me dejó en carne viva, o quizás ya lo estaba antes de entrar a la sala. Prendo el celular, lo guardo en mi bolsillo y después de unos segundos siento la vibración en mi pierna. Mensaje de texto de él. “Estoy triste. Estuve hablando con una amiga y me dejó mal. Necesito uno de tus abrazos. ¿Venís?”. Me olvido por un rato del frío en los pies. Tengo un cumpleaños al que no puedo faltar, aunque me encantaría el encuentro. “Voy para lo de un amigo, hoy imposible. Pero va el abrazo desde acá. ¡Arriba! Te quiero mucho”. Miro por la ventanilla, esperando volver a sentir el temblor en la pierna, que tarda unos segundos. “A la distancia no tiene tu olor de nene grande, ni el calor de tu corazón de león. Pero se acepta.” Sólo puedo guardar el teléfono de nuevo, antes de reconocer una mueca de alegría y los ojos llenos de lágrimas.

Cerré el cuaderno, conmovido. Demasiado para la primera lectura. Prendí una tuca y busqué algo de ropa limpia para después de la ducha.

Me pregunto cuánto tiempo va a llevarme encontrar el germen del postergado viaje de Martín a las bahías humeantes de Reykjavík.
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domingo, 5 de diciembre de 2010

Si me necesitas, llámame


Entre las muchas pasiones de Martín (de las perdurables y de las otras) sobresalen su amor por los trenes, el cine y la política. El orden no es jerárquico, según el momento su energía puede estar más cerca de una de que de otra. Si tuviera que pensar en el Martín actual, creo que la política le gana por varios cuerpos al resto. Pero es algo que puede cambiar de un instante a otro sin que le genere ningún conflicto interno.

¿Por dónde empezar? Martín se crió en un ambiente familiar donde no había grandes necesidades, pero tampoco lujos. Una casa en San Cristóbal, casi en la esquina de Pavón y Pasco, fue el lugar donde creció junto a sus padres, su abuela paterna, y sus cuatro hermanos. Madre ama de casa y padre periodista, su interés por las crónicas y el registro en imágenes se manifestó desde el secundario. Martín era de los que escribía en la publicación de la escuela, y era raro que saliera a la calle sin su cuaderno y su cámara de fotos. Tenía facilidad para el relato, era rápido para encontrar sinónimos y metáforas, y siempre fue un chico lúcido, de esos que encadenan razonamientos mucho más rápido que el resto y se quedan esperando cerca de la línea de meta a que el resto de los participantes llegue. Esto le daba cierta seguridad, que algunos confundían con soberbia (incluso el propio Martín), pero que en definitiva tomaba como un rasgo más de su personalidad. Yo era uno de los que aceptaba esa faceta. Sabía que sus intenciones eran buenas, y con el correr del tiempo llegué a descubrir a ese niño pidiendo ayuda que se escondía detrás de la coraza que él mismo se armaba. Pero ese será tema de otra entrada, no de esta.

Con coraza o sin ella, Martín era un pibe al que le afectaba lo que pasaba alrededor. Sufría y se alegraba con situaciones ajenas casi como si fueran propias. Estoy convencido que se trataba de una respuesta reflejo a la fría crianza que había tenido. En esa casa donde la testosterona flotaba en el ambiente no había lugar para las demostraciones de cariño, algo que a Martín le perturbaba, y que lo obligó a salir al mundo a buscar esa contención que no aparecía puertas adentro. La escuela fue el lugar perfecto: en el aula y los patios llenos de varones no necesitaba descifrar esos códigos que ya conocía de memoria. Sólo debía esperar que se produjera esa conexión de sensibilidades para armar -sin proponérselo deliberadamente- su red de relaciones. Así empezamos a conocernos y a compartir cosas que tampoco yo hasta ese momento había compartido: las salidas a recitales, a los cines de Lavalle, o a algunas manifestaciones frente al Congreso o la Casa Rosada, que tan cerca nos quedaban de nuestras casas. No éramos los únicos, pero los dos sentíamos la ausencia si alguno no estaba.  

Un verano decidimos ir a trabajar a la costa para juntar plata. Él quería comprar una filmadora, y yo una computadora. Estuvimos tres meses trabajando en un balneario en Villa Gesell sin francos ni feriados, y con lo que ahorramos llegamos al objetivo. Fue a partir de ese verano que la relación entre los dos se profundizó hasta llegar a un punto de no retorno. Durante todo el año siguiente nos dedicamos a filmar y editar videos de aquellas situaciones que nos parecían vitales. Desde una marcha por el 24 de marzo, hasta un recital en algún sótano clandestino; desde paisajes captados desde arriba de un tren, hasta entrevistas a directores en festivales de cine. Había que registrarlo todo, acumular material, para luego trabajarlo en madrugadas de cervezas eternas frente al monitor. Sin duda fueron esos los mejores momentos de mi relación con Martín. Los que mejor me hicieron sentir y los que más gratos recuerdos me traen.

Pero, claro, la armonía no es un estado perdurable. Ese equilibrio en algún momento se tenía que romper. Y vaya si lo hizo.

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sábado, 27 de noviembre de 2010

Kilómetro Cero


El protagonista de esta historia es Martín. Martín tiene, como cualquiera que haya llegado o esté cerca de los 30, una historia plagada de huellas, marcas, o simplemente anécdotas que recuerda y arrastra adonde va. Para no aburrir con detalles desde el comienzo me interesa detenerme en los dos aspectos clave de su presentación.

El primero es que Martín siempre disfrutó más la presencia de chicos que de chicas. No por misoginia, ni mucho menos. Quizás el hecho de ser el segundo de cinco hermanos varones, sumado a una educación formal en escuelas de chicos, hizo que las mujeres se volvieran para él un objeto tan fascinante como inabarcable. Claro que tenía -y tiene- un puñado de amigas, y hasta alguna ex novia que cada tanto lo llama para ver cómo está. Pero los códigos de camaradería entre varones, y esas reuniones donde los porros se pasan en silencio, hacen que Martín se sienta más cómodo ahí que en cualquier otro lado.

El segundo rasgo que sobresale en Martín es el que da origen a esta historia. Desde chico siente una atracción irrefrenable por los mapas y los viajes. Puede pasar horas con un atlas de rutas en sus manos, o leyendo alguna guía turística, incluso de lugares a donde -imagina- nunca iría. Alguna vez contó que cuando cumplió 8 años fue solo hasta el kiosco de diarios a regalarse una Guía Peuser de bolsillo; el kiosquero lo miró y le dijo -"Pero esto es de calles, ¿sabés?"-. Martín apenas asintió con la cabeza y pagó en australes el valor de muchos ceros que tenía la guía. Durante el secundario -la época en la que conocí a Martín y comencé a relacionarme con él de manera más o menos fluida- descubrí su fascinación por los países nórdicos. Esperaba las horas de geografía en segundo año para aprender sobre ese grupo de naciones casi aislado del resto del planeta, y no tenía problemas en agregar en los trabajos prácticos los apellidos de cualquier compañero a cambio de que le dejaran hacer las monografías como él quisiera. De más está decir que los resultados eran siempre muy buenos.

En los años que siguieron al final del secundario Martín viajó mucho. Primero por Argentina, de mochilero. Recorrió el sur, tanto por la cordillera como por la costa; conoció las Cataratas; viajó a Mendoza y cruzó la cordillera; y viajó mucho por el norte: Santiago del Estero, Tucumán, Salta y Jujuy son provincias en las que estuvo más de una vez. Después se animó a recorrer Uruguay, Brasil y Perú, alternando días de descanso en las playas más hermosas que recuerde, con la aventura de internarse en paisajes más húmedos y selváticos. Y fue en Bolivia -"el país mágico", como le gusta definirlo- donde decidió que los viajes iban a ser su estado habitual y no el excepcional, tal cual le sucede a la mayoría de la gente que conoce.

En ese plan se encuentra hoy, acostado en su cama de dos plazas con un mapa de rutas gigante, imaginando un itinerario por la ruta del hielo. Con Suecia como punto de partida, Noruega como lugar de paso, y el plato fuerte para el final. Ese lugar con el que siempre soñó desde el escritorio que compartíamos en las aulas del Normal y Técnico N° 8.

Martín tiene un objetivo. Y ese objetivo se llama Islandia.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Bienvenidos a Reykjavík



Si pudiera vivir nuevamente mi vida.
En la próxima trataría
de cometer más errores.
No intentaría ser tan perfecto
me relajaría más.
Sería más tonto de lo que he sido
de hecho tomaría muy pocas cosas con serenidad.
Sería menos higiénico.
Correría más riesgos, contemplaría más amaneceres.
Subiría mas montañas, nadaría mas ríos.
Iría a más lugares donde nunca he ido.
Comería más helados y menos habas.
Tendría más problemas reales y menos imaginarios.
Yo fui de esas personas que vivió
sensata y prolíficamente
cada minuto de su vida.
Claro que tuve momentos de alegría.
Pero si pudiera volver atrás, trataría de tener solamente
buenos momentos.
Por si no lo saben, de eso esta hecha la vida.
“Solo momentos, no te pierdas el ahora.”
Yo era uno de esos que nunca iba a ninguna parte
sin un termómetro, una bolsa de agua caliente,
un paraguas y un paracaídas… 

Si volviera a vivir viajaría más liviano.

Si pudiera volver a vivir comenzaría a andar
descalzo al principio de la primavera y
seguiría así hasta concluir el otoño.
Daría mas vueltas en la calesita
contemplaría mas amaneceres y
jugaría con más niños.
Si tuviera otra vez la vida por delante...


Bienvenidos a Reykjavík.