martes, 22 de febrero de 2011

Aurora



Pero Martín sabía que no valía la pena. Las cartas estaban echadas. Sólo faltaban la charla y el repetido abrazo final. Dani aprovechó el desconcierto para recluirse en su País Vasco natal. Y Martín, para volver sobre sus pasos. "Ahora a reencauzar energías" le escuché decir, como seducido por un gesto de tranquilidad impostado.

No estaba tranquilo.

Conociéndolo, creía saber por donde pasaba su frustración. Entre las muchas cosas que a  Martin lo irritan, las malas argumentaciones ocupan uno de los primeros puestos. Buscaba evitar esos lugares, pero no siempre lo conseguía. Refunfuñando lo escuché maldecir la idea de inocencia en los sentimientos. "¿Quién dice que enamorarse es inevitable?", me preguntó más de una noche entre luces bajas y ojos brillosos. No entendía la idea del amor como símbolo de la pureza, como una fuerza incontrolable que penetra y hace estallar las vísceras del afortunado receptor; y, en contrapartida, el sexo como un placer de segunda monta, un pecado de la carne que se desvía en búsqueda de meras distracciones. En definitiva, como un regocijo evitable. Mucho menos podía aceptarlo de alguien comprometido políticamente. Pero así eran las cosas. No tenía otra opción más que, finalmente, reencauzar energías. 

De nuevo el cine y la planificación de sus viajes funcionaron como sus dos trincheras favoritas en tiempos turbulentos.

Reykjavík era el objetivo, había que empezar a buscar información precisa. Comenzó por la parte más lógica: el clima. Si el plan era viajar en enero, lo esperaban una media de 1 grado, vientos de más de 20 kilómetros por hora, pero sin lluvias. Si la idea era viajar en julio, las cosas eran distintas: 13 grados, menos viento, y también ausencia de lluvias. Y aunque ambas opciones lo tentaban, decidió que lo ideal era viajar en invierno: no conocía días de oscuridad casi total, quería estar en un lugar donde nevara a diario, y lo embriagaba la idea de ver la aurora boreal.

Martín, detrás de esa fachada de adulto autosuficiente, casi un superhéroe, escondía a un chico muy fácil de entender. Simplemente necesitaba volver a ver la luz en medio de la oscuridad. Y hacia allá estaba yendo.


 
Sólo pude desearle suerte antes de verlo partir una sofocante noche de enero.

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martes, 1 de febrero de 2011

Autocrítica


Una sola vez vi enamorado a Martín, y le duró mucho tiempo. Fue cuando estuvo de novio con Félix, un actor de teatro independiente al que le iba relativamente bien en su profesión. Salieron unos años, iban de vacaciones juntos, y hasta los escuché hablar de convivir, algo raro en Martín, a quien la sola idea de ver dos cepillos de dientes juntos le aterraba. Los planes, claro, nunca se concretaron. Pero la relación funcionó muy bien: se los veía de perillas juntos. Y eso que Martín no sabía de fidelidades: oportunidad que tenía de encamarse con otros pibes, la aprovechaba. Lo hablamos muchas veces, me explicaba que era algo que no controlaba demasiado, y que tampoco disfrutaba tanto como muchos pensábamos. Era un ejercicio, siempre a escondidas de Félix, como si necesitara testearse en cada una de sus aventuras.

La relación terminó en buenos términos como a él le gustaba. Nunca lo vi en una pelea de pareja, o en un final escandaloso. Le gustaba ir llevando las cosas con mucho diálogo, preparando el terreno para que el impacto fuera lo menos doloroso posible. Y lo conseguía. Tenía esa capacidad.

No volví a verlo enganchado hasta que conoció a Dani, un compañero de Letras al que le gustaba vestirse de mujer. Apareció de la noche a la mañana y pegaron buena onda desde el primer intercambio de miradas. Martín seguía en su ritmo habitual: fiestas, drogas, polvos, y adolescencia eterna. Dani encajaba bien en ese mundo -quizás mejor que nadie- y de afuera, por momentos, parecían mejores amigos. Tengo que ser sincero: jamás pensé que la relación iba a durar, y mucho menos que se iba a enganchar. Pero pasó. Por eso no me sorprende (tanto) encontrar este párrafo escrito con letra desprolija en el medio de una hoja sin renglones.


Anoche discutimos feo. Hacía tiempo que quería hablar con él y decirle lo que me pasaba. Los tequilas y las cervezas destaparon la cloaca y salió toda la mierda junta. No podía dejar de llorar y de pegarle piñas a las paredes. Tengo los nudillos hinchados y no puedo cerrar el puño. No estoy enamorado de Dani. Creo que no lo estoy. Pero sé que podría estarlo. Estas últimas semanas me dieron algunas señales. Volví a tener esa sensación después de mucho tiempo cada vez que lo hacía reír hasta ver sus brackets. Apenas hace unas horas que dejó la habitación y ya lo extraño. Estoy desorientado. Sé que cometí un error: no me tomé la relación en serio. Esa es mi autocrítica. Ni el orgullo, ni terceros. El error fue subestimar lo que Dani podía hacerme sentir. Y no sé si habrá oportunidad de revertirlo. Me pregunto si vale la pena pelear por eso. Se lo pregunto también a él. A esta altura es prácticamente lo único que importa.


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martes, 18 de enero de 2011

Escurridizo




El día que Martín dio el último final para terminar la carrera de Letras nos pidió que no lleváramos huevos ni harina. No quería grandes festejos ni emociones desbordadas.  Sólo la compañía de los amigos y familiares que quisieran ir. Fue una mañana de verano en un día laborable, no éramos muchos, y el trámite fue más breve de lo que imaginábamos. Martín entró segundo a rendir, y al rato salió licenciado. Estaba contento, era obvio, pero contenido. Se abrazó con sus hermanos y sus amigos y salió de la universidad con ganas de una cerveza de media mañana y una siesta. Eso hizo, y aunque nunca lo admitió sé que cuando cerró la puerta y quedó solo en su cuarto empezó a festejar.

Es que Martín siempre tuvo la idea de que mostrar las emociones más profundas era ponerse en un lugar de vulnerabilidad que no quería ocupar. Los que lo conocemos bien sabemos que cualquier persona con su sensibilidad está expuesta a ese riesgo -¿acaso alguien no lo está?-, y resulta por lo menos extraño pretender que situaciones como aquella no lo conmuevan. Pero él se lo creía. Y andaba por la vida tratando de mostrarse imperturbable, superado, lo que hacía que los que no lo conocían bien pensaran -otra vez- que era un pedante. Martín se lo buscaba y parecía disfrutarlo, pero en el fondo era otra mochila que él solito decidía cargar.

Y no le pasaba sólo con las alegrías. Le vi manejarse igual en sus relaciones de pareja, en los laburos, y hasta en algunos viajes. Siempre saltando de una cosa a otra, probando mucho y profundizando poco, dejando pasar oportunidades por miedo a perderlas. Como cuando tuvo la opción de irse a estudiar a Italia con una beca: eran diez lugares para cincuenta aspirantes y no hizo el menor esfuerzo por aprender el idioma y alcanzar una de las plazas. O cuando tuvo la opción de ocupar un lugar en la lista de la agrupación de la facultad: decía que no creía en los partidos ni las organizaciones estudiantiles, que lo mejor era luchar desde lo individual poniendo el cuerpo. Martín se sentía cómodo nadando cerca de la superficie, siempre con la posibilidad de salir rápido a tomar aire. Él lo tenía claro. Y sabía que los años seguían pasando, mientras acumulaba proyectos y no resultados.


Su proyecto actual es Reykjavik. Nadie más que él sabe si es el cambio de rumbo que necesita, o uno más en su larga lista de buenas intenciones.


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jueves, 6 de enero de 2011

Canción



HERMAFRODITA

Mover las cosas no es cambiarlas de lugar
Me pregunto adónde lleva este camino
¿Estaré preparado para cuando todo tiemble?
Donde ves amor no siempre hay amor
Mientras unos gritan soy y agitan banderines
Vos susurrás la canción más triste del mundo
Sin proponértelo desarmás mis estrategias
Confundo las fotos con el viaje
Busco anillos de oro entre jacintos de agua
Mientras unos disfrutan amores de verano
Yo prefiero uno de invierno
Donde oís amor no siempre hay amor
Donde sentís amor sólo hay amor
Siempre
¿Y entonces qué?
¿Y ahora qué?


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martes, 14 de diciembre de 2010

Corazón de león


No es momento de hablar de peleas y discusiones. Las hubo, claro, como en cualquier relación intensa y de muchos años. Me interesa contarles que cuando cumplí treinta Martín me hizo un regalo que me dejó mudo. Decidió darme los cuadernos que usaba como Diarios. Desde chico tenía la manía de escribir cuanto le pasaba, especialmente mientras estaba de viaje. Era común verlo en la oscuridad de las salas de cine sacando su cuaderno de la mochila y apoyándolo sobre sus piernas para escribir alguna frase en la penumbra, sin despegar los ojos de la pantalla.
La mayoría de las situaciones en las que Martín tenía un gesto fuera de lo común, las llevaba adelante casi inmutable, como si se tratara de acciones corrientes. Y no por arisco, siempre fue un pibe bastante efusivo (“abrazable”, como le gusta decir a un amigo en común). Ese día me dijo de subir a mi habitación y me dejó una caja de zapatos con los cuadernos adentro. “Seguro que vas a saber qué hacer con esto” fue todo lo que me dijo, antes de bajar y seguir con la fiesta. En varios momentos me dieron ganas de escaparme a mi cuarto para leerlos, pero me contuve. A fin de cuentas era mi propio cumpleaños.
A la mañana siguiente, antes de limpiar el desmadre, me senté y la abrí. Era una caja de zapatillas Reebok azul, grande como los pies de Martín, y los cuadernos estaban prolijamente ordenados por fecha. Dudé de qué manera empezar la lectura. Cronológicamente me parecía aburrido, demasiado lineal, y seguro iba a caer en el vicio de contrastar mis recuerdos con sus relatos. Elegí el azar, y agarré uno verde de tapa dura. Lo abrí por la mitad y encontré un relato con la transcripción de unos mensajes de texto.

Acabo de salir del cine y estoy en el 12 volviendo para San Cristóbal. Llueve. Tengo la cabeza seca pero los pies empapados, me entró agua por las zapatillas. La peli me dejó en carne viva, o quizás ya lo estaba antes de entrar a la sala. Prendo el celular, lo guardo en mi bolsillo y después de unos segundos siento la vibración en mi pierna. Mensaje de texto de él. “Estoy triste. Estuve hablando con una amiga y me dejó mal. Necesito uno de tus abrazos. ¿Venís?”. Me olvido por un rato del frío en los pies. Tengo un cumpleaños al que no puedo faltar, aunque me encantaría el encuentro. “Voy para lo de un amigo, hoy imposible. Pero va el abrazo desde acá. ¡Arriba! Te quiero mucho”. Miro por la ventanilla, esperando volver a sentir el temblor en la pierna, que tarda unos segundos. “A la distancia no tiene tu olor de nene grande, ni el calor de tu corazón de león. Pero se acepta.” Sólo puedo guardar el teléfono de nuevo, antes de reconocer una mueca de alegría y los ojos llenos de lágrimas.

Cerré el cuaderno, conmovido. Demasiado para la primera lectura. Prendí una tuca y busqué algo de ropa limpia para después de la ducha.

Me pregunto cuánto tiempo va a llevarme encontrar el germen del postergado viaje de Martín a las bahías humeantes de Reykjavík.
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domingo, 5 de diciembre de 2010

Si me necesitas, llámame


Entre las muchas pasiones de Martín (de las perdurables y de las otras) sobresalen su amor por los trenes, el cine y la política. El orden no es jerárquico, según el momento su energía puede estar más cerca de una de que de otra. Si tuviera que pensar en el Martín actual, creo que la política le gana por varios cuerpos al resto. Pero es algo que puede cambiar de un instante a otro sin que le genere ningún conflicto interno.

¿Por dónde empezar? Martín se crió en un ambiente familiar donde no había grandes necesidades, pero tampoco lujos. Una casa en San Cristóbal, casi en la esquina de Pavón y Pasco, fue el lugar donde creció junto a sus padres, su abuela paterna, y sus cuatro hermanos. Madre ama de casa y padre periodista, su interés por las crónicas y el registro en imágenes se manifestó desde el secundario. Martín era de los que escribía en la publicación de la escuela, y era raro que saliera a la calle sin su cuaderno y su cámara de fotos. Tenía facilidad para el relato, era rápido para encontrar sinónimos y metáforas, y siempre fue un chico lúcido, de esos que encadenan razonamientos mucho más rápido que el resto y se quedan esperando cerca de la línea de meta a que el resto de los participantes llegue. Esto le daba cierta seguridad, que algunos confundían con soberbia (incluso el propio Martín), pero que en definitiva tomaba como un rasgo más de su personalidad. Yo era uno de los que aceptaba esa faceta. Sabía que sus intenciones eran buenas, y con el correr del tiempo llegué a descubrir a ese niño pidiendo ayuda que se escondía detrás de la coraza que él mismo se armaba. Pero ese será tema de otra entrada, no de esta.

Con coraza o sin ella, Martín era un pibe al que le afectaba lo que pasaba alrededor. Sufría y se alegraba con situaciones ajenas casi como si fueran propias. Estoy convencido que se trataba de una respuesta reflejo a la fría crianza que había tenido. En esa casa donde la testosterona flotaba en el ambiente no había lugar para las demostraciones de cariño, algo que a Martín le perturbaba, y que lo obligó a salir al mundo a buscar esa contención que no aparecía puertas adentro. La escuela fue el lugar perfecto: en el aula y los patios llenos de varones no necesitaba descifrar esos códigos que ya conocía de memoria. Sólo debía esperar que se produjera esa conexión de sensibilidades para armar -sin proponérselo deliberadamente- su red de relaciones. Así empezamos a conocernos y a compartir cosas que tampoco yo hasta ese momento había compartido: las salidas a recitales, a los cines de Lavalle, o a algunas manifestaciones frente al Congreso o la Casa Rosada, que tan cerca nos quedaban de nuestras casas. No éramos los únicos, pero los dos sentíamos la ausencia si alguno no estaba.  

Un verano decidimos ir a trabajar a la costa para juntar plata. Él quería comprar una filmadora, y yo una computadora. Estuvimos tres meses trabajando en un balneario en Villa Gesell sin francos ni feriados, y con lo que ahorramos llegamos al objetivo. Fue a partir de ese verano que la relación entre los dos se profundizó hasta llegar a un punto de no retorno. Durante todo el año siguiente nos dedicamos a filmar y editar videos de aquellas situaciones que nos parecían vitales. Desde una marcha por el 24 de marzo, hasta un recital en algún sótano clandestino; desde paisajes captados desde arriba de un tren, hasta entrevistas a directores en festivales de cine. Había que registrarlo todo, acumular material, para luego trabajarlo en madrugadas de cervezas eternas frente al monitor. Sin duda fueron esos los mejores momentos de mi relación con Martín. Los que mejor me hicieron sentir y los que más gratos recuerdos me traen.

Pero, claro, la armonía no es un estado perdurable. Ese equilibrio en algún momento se tenía que romper. Y vaya si lo hizo.

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sábado, 27 de noviembre de 2010

Kilómetro Cero


El protagonista de esta historia es Martín. Martín tiene, como cualquiera que haya llegado o esté cerca de los 30, una historia plagada de huellas, marcas, o simplemente anécdotas que recuerda y arrastra adonde va. Para no aburrir con detalles desde el comienzo me interesa detenerme en los dos aspectos clave de su presentación.

El primero es que Martín siempre disfrutó más la presencia de chicos que de chicas. No por misoginia, ni mucho menos. Quizás el hecho de ser el segundo de cinco hermanos varones, sumado a una educación formal en escuelas de chicos, hizo que las mujeres se volvieran para él un objeto tan fascinante como inabarcable. Claro que tenía -y tiene- un puñado de amigas, y hasta alguna ex novia que cada tanto lo llama para ver cómo está. Pero los códigos de camaradería entre varones, y esas reuniones donde los porros se pasan en silencio, hacen que Martín se sienta más cómodo ahí que en cualquier otro lado.

El segundo rasgo que sobresale en Martín es el que da origen a esta historia. Desde chico siente una atracción irrefrenable por los mapas y los viajes. Puede pasar horas con un atlas de rutas en sus manos, o leyendo alguna guía turística, incluso de lugares a donde -imagina- nunca iría. Alguna vez contó que cuando cumplió 8 años fue solo hasta el kiosco de diarios a regalarse una Guía Peuser de bolsillo; el kiosquero lo miró y le dijo -"Pero esto es de calles, ¿sabés?"-. Martín apenas asintió con la cabeza y pagó en australes el valor de muchos ceros que tenía la guía. Durante el secundario -la época en la que conocí a Martín y comencé a relacionarme con él de manera más o menos fluida- descubrí su fascinación por los países nórdicos. Esperaba las horas de geografía en segundo año para aprender sobre ese grupo de naciones casi aislado del resto del planeta, y no tenía problemas en agregar en los trabajos prácticos los apellidos de cualquier compañero a cambio de que le dejaran hacer las monografías como él quisiera. De más está decir que los resultados eran siempre muy buenos.

En los años que siguieron al final del secundario Martín viajó mucho. Primero por Argentina, de mochilero. Recorrió el sur, tanto por la cordillera como por la costa; conoció las Cataratas; viajó a Mendoza y cruzó la cordillera; y viajó mucho por el norte: Santiago del Estero, Tucumán, Salta y Jujuy son provincias en las que estuvo más de una vez. Después se animó a recorrer Uruguay, Brasil y Perú, alternando días de descanso en las playas más hermosas que recuerde, con la aventura de internarse en paisajes más húmedos y selváticos. Y fue en Bolivia -"el país mágico", como le gusta definirlo- donde decidió que los viajes iban a ser su estado habitual y no el excepcional, tal cual le sucede a la mayoría de la gente que conoce.

En ese plan se encuentra hoy, acostado en su cama de dos plazas con un mapa de rutas gigante, imaginando un itinerario por la ruta del hielo. Con Suecia como punto de partida, Noruega como lugar de paso, y el plato fuerte para el final. Ese lugar con el que siempre soñó desde el escritorio que compartíamos en las aulas del Normal y Técnico N° 8.

Martín tiene un objetivo. Y ese objetivo se llama Islandia.